Autores: RAFAEL ALLEPUZ CAPDEVILA y JESÚS PÉREZ MAYO

Desde hace décadas las decisiones en materia de desarrollo humano se centran en el objetivo del crecimiento económico. Se asume de mane­ra general que el desarrollo y el bienestar de las personas deben conseguirse a través del ánimo de lucro y del afán en ser más competitivos y eficientes desde el punto de vista económico. Se trata de disponer de oportunidades económicas a título individual para satisfacer nuestras ambi­ciones personales y las sumas de los éxitos in­dividuales deben constituir el bien común. La manera más lógica de conseguir este crecimiento se basa en la mejora del Producto Interior Bruto (PIB), en el sentido de que cada año debe tener un valor más elevado como reflejo de la obten­ción de mayores rentas para poder repartir en­tre los sujetos económicos (familias, empresas y Administración Pública) que participan en la actividad económica.

El crecimiento económico se plantea como un instrumento válido para mejorar la situación de quienes peor están y evitar que aquellas perso­nas que no pueden colaborar en la producción de bienes y servicios a través de su trabajo puedan tener una vida digna gracias a los excedentes que generan los demás y, de esta forma, mejorar el acceso a oportunidades y reducir las desigual­dades.

A pesar de ello los datos demuestran que no es así, que el reparto de las rentas generadas no es equitativo y, como consecuencia de ello, observa­mos que junto con el crecimiento económico au­mentan las desigualdades económicas y sociales. Mientras que el crecimiento económico, medido en aumentos del PIB, no hace disminuir la po­breza y las desigualdades económicas de forma automática, las crisis económicas que se traducen en disminuciones del PIB sí que generan un au­mento de la pobreza y las desigualdades.

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